PRÓLOGO
En la década de los años 70 del pasado siglo, se produjo en Latinoamérica, muy especialmente en el Cono Sur, de un modo sincrónico, y como obedeciendo a lealtades concretas de una decisión supranacional, la irrupción de militares al poder. Sólo Costa Rica, México, Colombia y Venezuela, no fueron objeto de esos gobiernos de facto. La metodología se enmarcó en la Doctrina de la Seguridad Nacional que enarbolaron y fue basasen de las más sangrientas, crueles y crapulosas dictaduras conocidas hasta entonces. El miedo de los habitantes resultó garrafal y sobre ellos se delinearon los reales objetivos. .
Los
militares venían acompañados, en todos los países de la región de manera unánime,
por los llamados economistas (en realidad financistas) casi todos ellos con
doctorados y masters de
Universidades estadounidenses: en especial, Yale, Chicago, Harward. Muy pronto
se advirtió que se introyectaba en los distintos países una nueva corriente,
el capitalismo financiero y de servicios, que venía a reemplazar al capitalismo
industrial o de producción. Se impusieron las teorías neoliberales o
neoconservadoras y esos gobiernos
militares resultaron proclives a absorber capitales
y contrajeron o, en su caso robustecieron, la deuda externa. Se hablaba
ya de globalización de la economía que nadie podía definir siquiera
descriptivamente pero que, después se advirtió, sirvió al desarrollo del
neocolonialismo.
La
técnica desarrollada fue la del
crimen alevoso, las desapariciones, el secuestro
en especial de niños y muerte o
desaparición de sus padres. La Argentina fue un ejemplo de la deshumanización
de lo humano y los miedos -que aún
están enclavados en el entramado social- sirvieron para acallar toda
idea. Se habló después de la muerte de las ideologías- de estudiantes, de
obreros, de corrientes de pensamiento independiente. En esos aspectos la
dictadura militar resultó triunfante…
Por
cierto los militares requirieron de un brazo adjetivo en especial para trabajos
sucios que, en nuestro país, fue la policía. Y no caben atenuantes ni heroicas
excepciones. Baste recordar las huestes formadas por el Gral. Camps en la provincia de Buenos Aires, que convirtió
lo que antes fuera una de las mejores policías del mundo –en especial en
materia criminalística- en temible represora.
El
cese de los militares en el poder, en los distintos países, también resultó
sincrónico, a fines de la década del los años 70 y principios del 80, cual si su misión se hubiera cumplido con creces.
Producida
la institucionalización de los países se habló con largueza –y aún continúa,
en el nuestro- del arribo de la
democracia. Sin duda pensamos con nuestros mejores deseos… Lo cierto es que, y
parafraseando ecuaciones
unamunescas, la política pasó a llamarse economía (o mejor finanzas) y la
moral, política. Y así hasta hoy.
El
curso de ese “neoliberalismo perverso”, según la expresión de Cheves,
continúa y los capitales financieros del exterior y algunos nacionales fueron
ganando el mercado. Se produjo el achicamiento del Estado y las privatizaciones
con lo que el patrimonio amasado en años y años por generaciones de esfuerzo y
trabajo, quedó a la intemperie y lejos, muy lejos, del control. Y, lo que
resultó considerablemente más grave, cientos de miles de personas cayeron por
la borda del contrato social, fueron desempleados de la mañana a la noche y
perdieron la dignidad del trabajo y la vida que con él aseguraban. Fueron
excluidos de la sociedad y han quedado, en
la historia de la humanidad, por debajo de la esclavitud. Es que, en todo
tiempo, el esclavo tuvo trabajo y no pasa hambre; era cuidado por su empleador o
dueño pues constituía un eslabón no despreciable de la cadena productiva y,
en fin, el esclavo posee proyecto interno: su libertad. El excluido
no tiene nada de eso. No sabe si mañana podrá comer y llevar alimentos
a su casa o medicamentos si sus hijos se enferman. Perdió los dos principales
Derechos Humanos, el derecho a vivir y la dignidad y no debería considerárselos
aunque las leyes –excelentes en el papel- digan lo contrario-, como hombres
libres
El
tiempo, gran maestro de la humanidad, transcurrió y se llegó a la
institucionalización del país, pero ¿qué
ocurrió con la policía?
En
principio el cuerpo policial había desarrollado un potencial autoritario sin límites
durante la dictadura militar al amparo de órdenes recibidas y aún fuera de
ellas. La institución privilegiaba sus propios intereses –de todo tipo- por
sobre el bien común. Era necesario, recuperada la institucionalización
rumbo a la democracia, realizar
un cambio ideológico o estructural –no la mera política de parches, adendas
y paños tibios- sobre la moral policial. Al menos en nuestro país desde hace
25 años nada se hizo para el logro de una policía para la democracia. Al
contrario, los políticos en el poder decidieron pactar con ella. Pactar así
como venía…Nunca se ha mostrado a la comunidad un programa de política
policial –ni aun hoy- enmarcado en otro de política criminológica y social
Nadie
pareció recordar que la democracia requiere de instituciones democráticas y
que por eso Adolfo Suárez, primer presidente español luego del franquismo,
invitó a los diversos países españoles, a consolidar una policía para la
democracia, una justicia para la democracia, un órgano de ejecución de penas
para la democracia y un periodismo para la democracia. En el
País Vasco dentro de la policía se creó una institución diagramada y
dirigida por policías atenidos a los derechos humanos que en infinidad de
cursos interdisciplinarios y un excelente organigrama de actividades
institucionales, logró su cometido. La policía redefinió su ideología ¡ello
frente a la lucha que debía sostener frente a la ETA y el GRAPO! Luego,
alcanzado el nivel, desapareció la
institución por innecesaria. Y así en Madrid en especial con Jueces para la
Democracia.
¿Creímos,
con cierta fugacidad humana, que con la democracia la policía iba a cambiar por
sí? Pero la policía ya conocía su propio despliegue autoritario y los miedos
de la gente. Además existía –existe- una dicotomía con el pueblo todo que,
si no se toman medidas profundas, parece insalvable. El policía adquirió una
caracterología humana que lo hace sentir por encima del ciudadano común. Perdió
su humildad, su sentido social, al tiempo que ganó en actividad delictiva y se
adueño de la vida, o de la muerte, según se vea, de personas de abajo. Época en que surge el estereotipo lanzado
por la policía: “Entran por una puerta y salen por la otra…” que produce
un enorme desdoro, el descrédito de
la justicia en la conciencia pública, pero que es una forma de subrayar las
posibilidades represivas del cuerpo policial. Además están las torturas que se
utilizan como un elemento de trabajo cotidiano. Muchos policías no caerían jamás
en tan aberrante delito, pero saben dónde, cuando, quien y como los producen. Y
eso se llama encubrimiento dentro de una suerte corporativa peculiar en los
cuerpos uniformados del país.
Desde
1984 al 86 en la Argentina y en otros países como Brasil y México,
siguiendo directivas de la llamada “operación limpieza” la policía mata en
los llamados “enfrentamientos” –casi siempre ratoneras- a una gran
cantidad de sospechables de delitos. Pero éstos no se intimidan ante esta sumarísima
pena de muerte extrajudicial. Al contrario, “salen de fierros” también
ellos y se desata una guerra en la que también mueren policías, testigos,
mirones, transeúntes, rehenes.
La
policía pasó de las manos militares que moldearon muchas de sus actitudes, a
manos de políticos aviesos. –casi todos- que pactaron con ella. Y así hasta
hoy en que goza de un bien ganado desprestigio público.
¿En
que consiste el pacto? Es un guiño consensual: “Ustedes están para
protegernos y al primer llamado para ejercer el control social que se les pida y
como se les pida. Pueden ejercerlo por sí, si se hiciera extremadamente
necesarios y nosotros cerramos los ojos y sellamos los labios frente a los
negocios tradicionales u otros que quieran realizar…”
Es
que al neoliberalismo le es funcional toda la extensa temática del control
social. Interesa más ese control que las personas en sí. Hemos pasado del
darwinismo social, que se columpiaba entre réprobos y elegidos, al
maltusianismo social del hambre y la exclusión y ese control social férreo que
se exige a la policía y tantas veces se ha ejercido, lo es contra insumisos y
como advertencia, por elevación, para futuros
rebeldes. De ahí también la manipulación política del sistema penal y la
mano dura. En una palabra, no pudiendo lograr el retorno al trabajo, al pleno
empleo, es necesario el control social estricto de las mismas personas que el
sistema engendró. Y la policía
debe cumplir esa misión. Se la instrumenta para ello.
Venga
entonces la policía con los
atributos que engendró o robusteció durante la dictadura militar. No es
posible el ejercicio del beneficio de inventario. Además está el temor a las
represalias…
Hasta
aquí, y en muy gruesos trazos, he intentado mostrar lo que ha representado la
policía como elemento del control punitivo del Estado en la dictadura y así
hasta hoy. Pero no existe una
delectación personal en el muestreo sino la idea que es preciso admitir las
desgarraduras para luego correr tras ellas para prevenir nuevas y enmendar
estructuralmente las viejas.
Ese
pacto achica la misión policial con respecto a la comunidad, su necesidad de
estudio sistemático para la prevención y, por ello, se menoscaba su
importancia social. Hoy la policía ha aceptado, cual si fuera ius receptum
que cuando se habla de delitos ella solo trabaje con respecto a los delitos de
abajo. Se policiza a empleados y funcionarios en ese aspecto y se actúa frente
a los mismos delitos callejeros y urbanos jamás frente a delitos no
convencionales que también hacen a la inseguridad social y tienen un coste económico
ciento de miles de veces superior al que causan los delincuentes contra la
propiedad. No se ocupa ya de delitos económicos de todo tipo, tal vez porque se
pergeñan entre alfombras rojas de reparticiones oficiales, bancos y
financieras, de falsificación de medicamentos y alimentos, de la polución de
la tierra, la atmósfera y las agua, de delitos tecnotrónicos, de
la incitación al odio racial, religioso, político o de sexo, o de
ciertos tráficos de nuestra era, además del de drogas: de mujeres, de
sangre humana, de armas y hasta de órganos humanos.
Se
ocupa la policía de los mismos delitos de los que se ocupan ciertas agencias de
ideologización y buena parte del periodismo. Es decir, subraya lo que definen
los patrones del consenso… El neoliberalismo la ha conducido por los carriles
sensibles a su funcionalidad, no ya no al delito en general que mejor no
investigar…. Se la ha especializado para el control social de delitos de
abajo, de gran dramaticidad por cierto, que son, por otra parte, los que llevan
masivamente a sus autores a las cárceles. Ya se sabe que las cárceles alojan a
delincuentes fracasados…
En
estos tiempos, en nuestra Argentina, tras
casi tres décadas de un correlato tan nefasto en la actividad policial,
pareciera imposible que alguien del seno policial, y por añadidura con el cargo
máximo al que se pueda aspirar, ejerza una suerte de revisión crítica dura,
seria y que, con amor al cuerpo y sentido social, ofrezca respuestas, que podrán
ser o no compartidas, que se ofrecen a la reflexión y que, seguramente,
tendrán mejor acogida en un programa vasto de política policial que en
cierto sector del cuerpo policial en sí o en ese tipo de “policía práctico”
que se siente con conocimientos sensoriales especiales, que resulta un vulgar
sabelotodo y para quien, cualquier cambio es siempre sobreabundante y
superficial, cuando no obedece a su criterio de escasas palabras y exceso de
vulgaridad.…
Es
que Cheves es un hombre avezado en
ciencias sociales, autor de otros reflexivos libros y participante internacional
en jornadas y congresos que amerita en su aurícula pero, en la ocasión, aún
valiéndose de sus conocimientos y experiencias empíricas, se quita el traje
policial y escribe como un argentino ocupado y preocupado para que la agencia
principal del control punitivo estatal –la policía- encuentre nuevos cursos
mediante, en principio, una “transformación cultural” con una metodología
enmarcada en los Derechos Humanos.
Su
bisturí penetra profundamente y efectúa un
análisis de los fracasos de la lucha contra la delincuencia pero también de la
violencia policial en tiempos dictatoriales y democráticos. Una crónica del
servilismo policial y los procesos que en criminología se denominan “de
policización” o cómo hacer de un agente policial un adepto sumiso a su jefe
por temor al desempleo entre otras cosas. Dedica buena parte del capítulo II al
delito policial y a las formas que asume la corrupción en el organismo. No
ahorra palabras y resulta gratificante todo ese reconocimiento cuando proviene
nada menos que de un hombre formado en las filas de la institución quien, con
fundamentos de todo orden, asume una postura crítica. El propio Cheves advierte
que, sin duda, esa circunstancia, parecerá extraña al lector del libro..
Es
que el autor sabe que para encarar las hondas transformaciones que propugna se
requiere la actitud del cirujano que decide operar a corazón abierto. Por ello
enlista también los avatares que debe atravesar el personal y su deficiente
reclutamiento, sus magros sueldos y prestaciones sociales, el hecho que deba
trabajar las 24 horas del día dado su estado policial y el padecimiento que
implica para la institución las ordenes que recibe por superiores -políticos
en funciones desde el respectivo ministerio- que no poseen conocimientos de la
materia policial pero imponen criterios. Y muchos otros insondables problemas
que hacen imbricado el camino que debería ser liso y llano.
El
Capítulo III se detiene minuciosamente en los puntos centrales que implican
para Cheves las recomendaciones para el cambio. Me detendré en tres de ellos
con los que coincido muy especialmente: 1) la “relación con la comunidad”
entendiéndola como mutua exigencia –policía y pueblo en sentido amplio-. Es
que el entramado social debe advertir la necesidad de una policía democrática,
que atienda sus necesidades, que sea en todo momento creíble y querible. Se
trata de colaborar para que así ocurra; 2) la sindicalización
que permita amparar a los funcionarios y agentes, según la Constitución
Nacional en su derecho como trabajadores. Creo que ello debería servir para
poner en revisión crítica ciertas órdenes cuando éstas pueden vulnerar a la
Constitución, leyes sustanciales y aun reglamentos; y c) el “control de gestión”
que podría llevarse a cabo mediante un organismo con
debida autonomía. Todo lo cual se ve enmarcado por la adhesión, que
debe ser irrestricta, a los Derechos Humanos. Estas reformas sólo pueden
abarcarse mediante un cambio estructural de la institución, necesaria no solo
para la seguridad social o ciudadana sino para el desenvolvimiento normal de una
sociedad armónica con justicia social.
Mi
gusto sería glosar múltiples aspectos de este ingente trabajo, en especial
respecto a aquellos con los que no acuerdo. Sería un ejercicio democrático
que prefiero delegar al lector. Me limito a señalar que estamos frente a una
obra seria, conceptual y valiente y a extender mis plácemes al autor.
Elías Neuman